jueves, 22 de marzo de 2018

VISIONES LATERALES (3)

En una columna anterior he sostenido que el libro “Visiones laterales” son varios libros a la vez, y que el segundo de ellos está compuesto por las secciones “Una cronología crítica” y  “Cine y video experimental 200-2017”, mientras que la presentación y el post-facio conforman una edición especial destinada a fijar el estatuto de la experimentalidad en la escena de arte.

Sin embargo es posible sostener que la sección  “Cine y video experimental” puede ser desprendida para operar como el catálogo de una muestra que Aravena/Pinto deben montar  en la próxima Bienal de Artes Mediales.  ¿No lo han hecho ya?  La mencionada bienal sería el lugar adecuado para acoger  la oficialización de la experimentalidad  declarada en el conjunto de trabajos considerados.  Modificando las primeras páginas, el resto de la sección puede funcionar como el catálogo de la muestra.  Digamos: de una muestra.  

Nada de lo que propongo es arbitrario, sino que está habilitado por las propias sugerencias del texto; sobre todo cuando Aravena/Pinto sostienen que la permeabilidad entre espacios  y la difusión por canales paralelos de la producción de videos en el campo expandido han dado lugar a prácticas fronterizas que  transformaron el campo audiovisual, permitiendo el surgimiento de un  nuevo territorio, que me resisto a denominar “experimental”, pero respecto del cual mantengo exactamente todos los argumentos que los autores despliegan a lo largo de la sección.  En este sentido, el libro recoge el análisis más preciso de  un tipo de producción específica que queda fuera de la atención mediática, absorbida por los éxitos de la industria del cine. 

La pregunta por el lugar de lo experimental en el marco de la cultura visual contemporánea pareciera no tener sentido, porque indefectiblemente “es un lugar que está siendo constantemente interrogado, desarticulado y apropiado por la industria cultural” (p. 14). ¿Y de qué otro modo podría ser?  La industria cultural posee en su seno las condiciones para producir la experimentalidad  que necesita, al momento de   habilitar su propia aceleración  formal.  En este sentido, ni “Los perros” ni “La mujer fantástica”  caben bajo la determinación de experimental. ¿Quién se ocupa, entonces, de las “otras obras”?  Este libro hace justicia en este terreno, porque levanta la hipótesis de una producción contra-cultural.

En un país acostumbrado a montar mitos movimientistas, los autores realizan un acto que no es habitual: se someten a la determinación de las obras y buscan, en un segundo momento, buscar un anclaje institucional. Pero dejando en claro que la primera línea de trabajo es el apego a las obras. Luego  aparecen los criterios de articulación de agrupaciones de obras. Pero eso es otro problema y acarrea consigo otras obligaciones; entre las cuáles, está la de definir un circuito propio; si no, una escena específica.

A mi juicio, la contra-cultura no pasa a ser más que un estadio que protege la heterodoxia formal en una perspectiva  reformadora,  permeando las fronteras entre las prácticas, porque la “oferta cultural” ha adquirido una complejidad que recalifica la consistencia del consumo  imaginal  en el seno de una formación social.  

La base  iconoclasta desde la cual los autores sostienen la hipótesis que los anima  les permite atribuir  a la industria visual un rol decisivo en la producción de idolatría.  Sin embargo, debieran haberse tomado el trabajo de situar la historia de la  Querella, solo para proporcionar elementos de estudio suplementario a las generaciones de estudiantes de escuelas de arte, d ecine y de comunicación audiovisual.  De seguro, el libro será bibliografía obligatoria. Debiera serlo. 

La posición a partir de la cual  los autores formulan las “zonas en tensión y transformaciones del audiovisual local de los últimos años” (p.101) los “conduce a escarbar en las condiciones técnicas y materiales de la imagen” (p. 104). El problema es que dicha actividad no hace que una práctica se convierta en “experimental”, sino que todo lo contrario,  cumple con las condiciones mínimas del rigor de todo trabajo formal, en el contexto de una escena internacional que ya ha fijado unos rangos mínimos. 

La cuestión de la iconoclastia ha sido planteada como el marco de un debate que permite montar la ejemplaridad de las obras que los autores van a señalar como propuesta  para el  “frente de obras” significativo  producido entre el 2000 y el 2017. 

El traslado de la Querella histórica entre iconoclastia  e iconodulia al debate contemporáneo es un riesgo metodológico que posee importantes efectos políticos, porque define de modo cada vez menos implícito la determinación de los criterios que unifican el frente de obras. De ahí que adquiera extrema importancia la distinción que hacen entre “desmantelando máquinas “ y “demoras y detenciones” en un bellísimo pequeño capítulo destinado a la “crítica de la imagen”.  Sin embargo, esa posición no la considero particularmente experimental, sino tan solo obedece a las soluciones y continuidades de cualquier artista atento a las reflexiones contemporáneas sobre la imagen. 

Todo lo anterior cabe para los capítulos internos titulados como “Del objeto al espacio”, “Memorias” y “Huellas de lo real”.  En este sentido, parecen configurar –¡y espero que así sea!- las secciones de una gran muestra.  Pero aquí, me permito disentir con los autores, porque rebajan su propia perspectiva. El frente de obras no calza en el seno de las artes llamadas “mediales”. Ni siquiera expresan la continuidad del video-arte histórico re/acelerado. Nada de eso. Simplemente abren otro espacio en la propia escena de artes visuales, que ha pasado a considerar el video como soporte mayoritario de trabajo.

En cambio, cuando analizan el documentalismo experimental, entre las páginas 132 y 145, ingresan en otro campo. Quizás ese sea el campo que andaban buscando cernir. Pero no es necesario conectarlo con las prácticas audiovisuales que se inscriben en la institución de las artes visuales.  El problema es que tampoco se les reconoce en la industria ascendente del cine chileno.  De este modo, el espacio de artes visuales siempre ofrece una hibridez museologizante que repara la falta de superficie inscriptiva. 

En relación a lo anterior, me desdigo de la propuesta inicial en cuanto a que este frente de obras debía estar en la próxima bienal de artes mediales. En verdad, debía estar en un museo a secas, como expresión de las nuevas formas de un arte emergente que no debe ser reducido al reconocimiento burocrático de la medialidad como excusa.  

No es lo mismo que este frente de obras sea programado en la política de exhibiciones del MNBA o del MAC, a que aparezca como programa de una bienal  alojada en dichos museos, que no hace más que reproducir la academización de la instalación-video.    


La garantización museal autónoma asegura la inscriptividad de las obras en la “institución-artes visuales” en forma.  La medialidad y la videalidad  de las aproximaciones han sido tan solo una estrategia de ocupación de espacios,  “en tono CNCA”, de  parte de agentes que siempre han ocupado un lugar secundario en la escena. En lo relativo a este frente de obras, insisto, la autonomía es necesaria porque revelan la existencia de una densidad que, estoy cierto, definirá la escena futura, pero de las artes visuales; no solo de la producción de cine o de video.  Lo cual  impone en este terreno  la exigencia de que los autores deban asumir su responsabilidad como curadores efectivos de una iniciativa compleja y coherente.

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