jueves, 15 de marzo de 2018

SABERES TRANSMITIDOS Y DISLOCADOS



La hipótesis de construcción retro/versiva de criminalidad de una pintura como “Fundación de Santiago”, proviene de la cristalización de una imagen que ha terminado por afectar la propia analítica de quienes la sostienen. Es lo que ocurre cuando se reduce la pintura a una imagen y se dramatiza la posición del género como “pintura de historia”. Semejante posición aparece desde el primer párrafo del ensayo –“La Fundación de un Imaginario”- con que Hugo Rueda participa en el catálogo de la exposición “El Bien Común”.  Valga preguntarse cual es el peso real que tenía la “pintura de historia” en la  obra de conjunto de Pedro Lira y si, efectivamente, se puede hablar de la especificidad de una “pintura de historia” en la historia de la pintura chilena. Todo parece indicar, sin embargo, que el comienzo del ensayo se propone desmontar la lógica de la  cédula que es declarada insuficiente. Porque impide descifrar los movimientos que la imagen configura, sin aclarar que dicha configuración, más que nada, depende de la posición construida por el ensayista para justificar la criminalización de la pintura, desde una posición completamente anacrónica.

El recurso a un argumento de autoridad   -Warburg y Didi-Huberman- introduce el tratamiento de la noción de “fundación” sin por ello abordar las bases ideológicas del “fundacionalismo” de Vicuña Mackena, calificado como fuente literaria de la que la pintura de Pedro Lira no sería más que una ilustración.  Pero lo que anuncia no es trabajado, sino como amenaza discursiva, donde el solo enunciado parece suficiente como argumento descalificador, que no considera la posibilidad siquiera, de que la realización de esta “pintura de historia” sea una excepción por exceso de la mirada oligarca del propio pintor, que no hace necesario que esta pintura sea “acusada” de “pintura de historia”, en la medida que todo lo que pinta Pedro Lira es la pintura del dominio de la clase a que pertenece.  

Pero si nos ponemos “creativos”, resulta que encontrar en esta pintura  “la imagen condensada y contenedora de un amplio repertorio de discursos (…) asociados a la construcción de una idea de la nación  (…) que se funda y se fundamenta en la llegada hispana” (p. 44), favorece la hipótesis por la cual toda la historiografía conservadora  dependería de esta imagen pictórica que, de manera invertida, le atribuiría a la obra de Pedro Lira el poder de definir la fundación de la nación.  Y la exposición “El Bien Común”, en consecuencia, vendría a  marcar un hito en la crítica a la noción de nación, por un lado,   y el desmontaje de la hipótesis de la preeminencia hispánica. Sin embargo, estas consideraciones son ya han sido suficientemente sostenidos por el trabajo de los historiadores desde hace muchas décadas. La presencia de este argumento re-constructor,  que apunta a determinar el peso de  este espécimen de “pintura de historia” en la instalación de una “historia general de la exclusión”,  no hace más que denotar el retraso del trabajo de historia, propiamente, en el “trabajo” de la historia del arte chileno.  No se puede pretender que esta última sea un reflejo de un compendio de historia de las ideas, cuando en la formulación de la exposición no se plantea siquiera una aproximación crítica al propio concepto de Bien Común.

En relación a lo anterior, lo que sostengo es que el texto de Hugo Rueda, historiador, proporciona los “fundamentos” de un trabajo analítico en el que, al parecer, ni siquiera se considera necesario definir el estatuto del “observador chileno” como “resultado de un conjunto de condiciones históricas”.  Terreno en el que se cometen algunos contrasentidos que provienen del hecho de tomar en consideración períodos extensos, mencionando situaciones que de su asociación no se puede concluir lo que se concluye. Conectar 1849 y 1880 como si fueran dos momentos que marcan la materialización  de un repertorio de imágenes nacionales, hace pensar en la existencia de un “comité conspirativo” que en la sombra del poder simbólico determinaba la construcción de la noción de “patria”. Sin embargo, menciono esas fechas porque son levantadas como hitos delimitadores de una escena en la que, lo menos que podemos considerar, transcurren tres décadas. Lo menos que podemos pensar es que en el curso de éstas, existían probablemente discontinuidades.  Sobre todo, en el terreno de las transferencias artísticas, particularmente entre 1849 y 1880. Menciono, al menos, lo que significa Monvoisin, en la auto-consciencia de la oligarquía.  Sin embargo, no hay una sola mención a la guerra del Pacífico.  Porque si la pintura de Pedro Lira fue realizada en 1888, estamos en un ambiente político de post-guerra que ya anticipa los rasgos de degradación política que ponen en cuestión la unidad de clase en el seno de la propia oligarquía y que va a conducir a la guerra civil.  De modo que la eficacia de la pintura parece no estar asegurada respecto de la unidad simbólica en juego.

En efecto, los autores  de los textos y los responsables de la exposición desconocen si  quienes promovieron la inserción de la pieza en el repertorio de   imágenes nacionales “calcularon el poder” que ésta lograría.  Bastante escaso dicho poder, si no logra  siquiera afirmar la unidad de  la élite en 1891.  O bien, la pintura tendrá que ser acusada por anticipar  el triunfo de la fracción vencedora en dicha guerra.

El poder de convertir una pintura en el significante explicativo de una historia que se “funda” a si misma como expansión del deseo  de unos sujetos “fundadores”,  corresponde más  que nada  al deseo de reparación historiográfica de los responsables de la exposición, que a un trabajo  de reflexión sobre las condiciones de legibilidad de unas imágenes que deben su eficacia al embrollo que el propio equipo curatorial fabrica con unos “saberes transmitidos y dislocados” (p. 46).


El problema que estos  catálogos plantean es que bajo su condición de herramientas de mediación, plantean  hipótesis  que ni la academia ni la crítica independiente toman en consideración,  y que generaciones de estudiantes comienzan a repetir como verdades ya adquiridas,  sin que por ello podamos establecer  las condiciones de un debate crítico, porque lo que está en juego, finalmente, no es ni siquiera la pintura de Pedro Lira, sino la  unidimensionalidad de los saberes transmitidos por la exposición, que en la premura de su puesta en circulación,   lo único que aseguran es la eficacia  operativa de un “nuevo” canon.  Aunque no tendría nada de “nuevo”,  sino que vendría a consolidar  los prejuicios metodológicos de la historia de Galaz/Ivelic; solo que ahora, puestos al servicio de una discurso manifiestamente  “inclusivo” de la historia.  

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