viernes, 16 de marzo de 2018

MÁS ALLÁ DE LA IMAGEN



El problema que se presenta con algunos catálogos es que plantean problemas y proponen soluciones discursivas que son luego repetidas por generaciones de  gente que se ocupa del arte, pero no se hace muchas preguntas acerca de la calidad de las  hipótesis. De modo que para muchos miembros del personal dedicado a estas cuestiones y que no están acostumbrados a leer “de cerca” este tipo de ediciones, mi  lectura del catálogo de la exposición “El Bien Común”  puede parecer   una persecución personal.  Lo que pasa es que aquí  se confunde  todo. No se puede ejercer la crítica.  La mejor respuesta es el silencio.

Sin embargo,  lo único que hago es hacer visible una legibilidad.  Eso es todo. Lo que persigo son las letras, al pie. Y este catálogo, al poseer la virtud de la pretensión inaugural, comete todos los errores  editoriales y políticos posibles.  Y bajo esta consideración resulta ser  una joya.

De partida,  los saberes referidos a la imagen están determinados por un elemento que en el texto de Hugo Rueda termina por contradecir su propia hipótesis  en lo relativo a la eficacia de  la fundacionalidad de Pedro Lira.  Por el contrario, sostengo que el destino del cuadro es la prueba de su  gran  in/eficacia simbólica.  O sea, es un emblema de la  propia impotencia de la oligarquía.   Por eso, la fundacionalidad responde –más que nada- a una solicitud académica de los jóvenes académicos y de las curatorías por encargo. 

La ineficacia del cuadro  no tiene que ver con la ineptitud  institucional de la oligarquía, sino en su quiebre  simbólico.  Obviamente, el quiebre de su unidad de clase los hace ineptos, pero eso va verificarse en el manejo directo del Estado y en la pérdida de sentido estratégico de su propia ficción de nación.  Que dicho sea de paso, no es el mismo concepto “indefinido” que emplea Paula Honorato en su diseño general.  Los nuevos funcionarios del Estado  a que me refiero se fortalecen entre la fecha de adquisición del cuadro en 1888 y su defenestración del museo en 1930. Hugo Rueda no toma en cuenta este pequeño detalle: en 1929 la pintura es llevada al municipio.   ¿Quién era el director del museo en ese momento?

En 1929 el director del MNBA era Camilo Mori.  ¿No es –entonces-  bajo su dirección que el cuadro es “castigado” y convertido, de emblema estético en emblema de culto por inversión?  Es decir, podemos imaginar que la decisión de Camilo Mori de sacar esa pintura es el reflejo del poder institucional que sustentaba una fracción de intelectuales y artistas que son temporalmente funcionarios durante la dictadura de Ibáñez.   

No es una casualidad que  el anterior director a Camilo Mori   en el MNBA haya sido Carlos Isamitt,  que además de pintor y dibujante, era músico y escritor.  A propósito de la inflación de “Bajo sospecha”, al menos podrían haber mencionado como un aporte a la construcción de la noción de “bien común” estas obras importantes de Isamitt; como por ejemplo,  “Friso araucano”, para dos voces y orquesta (1931); “Evocación araucana”, para piano (1932); “Mito araucano”, para orquesta (1935); “Evocaciones huilliches”, para voces y orquesta (1966) y “Lautaro”, para orquesta (1970).

La mención a Isamitt tiene como propósito insistir en la existencia de una tendencia anti-oligarca que reduce en extremo el efecto  que en torno a 1929 podía tener el delirio fundacional atribuido a la pintura de Pedro Lira y que desautoriza el efecto inmediato de la hipótesis fundacional, que más bien corresponde a un prejuicio analítico contemporáneo de los propios conceptualizadores de la exposición. 

La segunda cuestión que estos dejaron pasar es el hecho que en 1929 tiene lugar la exposición de Sevilla, que pone de manifiesto la ausencia total de poder oligarca en las instituciones culturales del Estado.  Es decir, el hecho del traslado del cuadro desde el museo al municipio, y luego al museo histórico,  es un dato sobre la descomposición del poder de la imagen de la fundacionalidad. 

Más aún, si pensamos en lo que era el museo histórico en ese momento, con todo respeto.  Para Camilo Mori tiene que haber sido una  inmejorable operación de reivindicación plebeya,  como  si fuera su venganza simbólica por el rechazo que habían tenido sus obras por parte de una oligarquía que no había apreciado para nada su regreso. 

La alta carga simbólica atribuida a la marginación de la obra no hace de la pintura un eje articulador de una narrativa histórica dominante, sino todo lo contrario. Su expulsión del acervo del MNBA es un gesto político que pone de manifiesto el poder de una narrativa histórica en ascenso y en condiciones de sustitución favorable a una interpretación que necesita  poner  el énfasis en la hipótesis del fundador para poder habilitar una concepción “abajista”,  y así poder justificar la incorporación de “Bajo sospecha” como el triunfo de una política de des/fundación de un discurso que ya no tenía el poder que se le atribuye. 

No se puede  sostener la hipótesis por la cual la obra en cuestión “representa un signo clave en la edificación de un bien común que justifica el orden y la organización social de los sujetos que componen una nación temerosa de su contrario: el des-orden, el caos social” (p. 49), porque implica “cargarle” un contencioso  suplementario que facilita la comprensión de “Bajo sospecha” como aquella obra que por antonomasia representaría al sujeto portador de la contrariedad. 


Para terminar, entramos en la sección reservada al Epílogo, que tiene la misión de otorgar el valor de síntoma  a “lo que no vemos” y “que va más allá de la imagen” (p. 51); es decir, “el lugar de las imágenes en la configuración de un imaginario nacional compartido”. Sin embargo,  Paula Honorato y Hugo Rueda afirman una continuidad de imaginario que no es posible contener para un período de un siglo, en el supuesto de que una pintura de 1888 todavía opere como reflejo del orden social. En este punto, ambos se han equivocado de referente, porque no hay reflejo unificado en un período extenso, sino más que nada, refracción analítica, en el curso de la cual, textos escolares, billetes y hasta series de televisión,  señalan la existencia de un desmantelamiento de la función misma de fundación,  donde la imagen actualiza el recurso ritual a un  lugar común  discursivo que sella el acceso a una identificación polimorfa de “nuestro lugar en la historia” (p. 51).

No hay comentarios:

Publicar un comentario