martes, 6 de marzo de 2018

ESQUEMA



En la página 33 del catálogo de “El Bien Común”, Paula Honorato escribe que “después de abordar a los actores, la exposición continúa por las secciones referidas a los escenarios de la vida común: “Territorio” y “Espacio público”  “.  El maniqueísmo de la distinción facilita la comprensión rápida, porque en la identificación de los actores,  la distribución de roles resulta  didáctica: habitantes desconocidos y rostros de la historia.  Es decir, omite el hecho que la pintura identifica por el solo hecho de retratar y que los rostros son topografías desplazadas.  La consecuencia de esta distinción es que la pintura chilena  reproduce el cauce por donde transita el ejército de personajes sin historia en busca de su inclusión en ella. 

Pero luego, territorio es una denominación que niega el paisaje., de modo que aquí tenemos  un problema: el paisaje es lo que permite a posteriori concebir el territorio como hipótesis de origen en el terreno de la representación de la Nación.  Pero no se puede decir que en Smith el agua aparece como símbolo de un recurso.  Mejor hubiera sido decir nada.  Smith no es eso.  Podría  haber imaginado la existencia del paisaje como  un “fondo escenográfico” pintado.  Incluso, podría haber seguido la hipótesis de la “mentalité paysagère”.

No se entiende de qué manera una obra como “El río Cachapoal” de Antonio Smith puede ser un referente para una historia del  bien común, a menos que se considere que esa imagen está puesta allí para significar el “origen”  que estará “detrás” del acto de urbanización que habilita la pintura como “fundación” de socialidad. Pero eso no es lo que la pintura sostiene como discurso visual. Lo lamento.

El “bien común” y la historia de la comunidad no están suficientemente representadas en este esquema, porque omite, una vez mas, la filigrana de la conversión del territorio en paisaje, sin tomar en cuenta que la geografía de los extremos solo es posible a condición de un genocidio.  Al menos, la violenta exclusión del “otro”.  ¡Y esta si que es una historia del mal común de la historia en los extremos!  

No hay, en la colección del museo, obras que hagan síntoma con la violencia de las ocupaciones territoriales de fines del siglo XIX. Recurrir a Mezza, Prats o Balmes significa entender nada sobre  la especificidad de sus intervenciones  irreductiblemente trágicas.   

Finalmente,  el espacio público de la vida en común tampoco  está suficientemente cubierto  con Gracia Barrios, Zamudio, Altamirano o el CADA.  Es que la colección del museo no da para sacar estas conclusiones.  De manera que la única manera de salvar es acrecentar la ilustración y el maniqueísmo. La invitación extendida a Hugo Rueda  (historiador) y Sergio Rojas  (filósofo) cumple el propósito de fundamentar  el prejuicio fundador de la muestra. El resto es solamente  un relleno bien estructurado, para  poder modular una transición sobre una conclusión que ya está prefigurada en el comienzo de la disposición, cuando expone a Pedro Lira y Bernardo Oyarzún solo para significar la victoria del progreso y del acceso a la visibilidad de la historia como signo  expresivo de la puesta en escena del Bien Común alcanzado.

El prejuicio fundador de la muestra, sin embargo, está coherentemente expuesto como engarce de estos dos cuadriláteros, uno de los cuáles se  localiza  en el otro, para poder señalar primero el mapa de relaciones mentales, para luego establecer la confirmación  de la hipótesis inclusiva a través de la reproducción reversiva de los términos planteados.

He dibujado un esquema en el que señalo con marcador naranja el cuadrilátero interno de relleno, asignado para referir el paso de la Naturaleza a la Cultura, mientras que el cuadrilátero superior y que lo contiene, está armado a partir del redoble de nombres, en el sentido que Pedro Lira I y Bernardo Oyarzún I ocupan el plano superior solo para desdoblarse en Pedro Lira II y Bernardo Oyarzún II, como momentos terminales de una historia del bien común determinada por la hipótesis de la “pigmentocracia” del profesor Lipschutz[1]. 

Esquema



El cuadrilátero superior señala la existencia de un Pedro Lira I que concluye en Bernardo Oyarzún II para señalar que la pigmentocracia ha podido ingresar al registro de la historia como una emanación ecuménica, que redime del crimen inicial.  Sin embargo, no hay en el cuadrilátero de relleno ningún indicio sobre el que la noción del profesor Lipschutz sea “encarnada”.  Lo que me parece es que una pintura de Henriette Petit, muy “atarsilada”, podría haber sido mas eficaz para explicar y demostrar el cambio de pigmentación en la representación de la carne. ¡Pero si esa pintura está en el museo! 

El desastre  conceptual de todo esto es de envergadura porque el pigmento  pasa a ser el  significante vacío con que Paula Honorato hace pasar el Pedro Lira I ,  representando la hegemonía fundacional,  hacia el  Pedro Lira II,  expresando su hegemonía diluida,  para habilitar al subalterno Bernardo Oyarzón I a convertirse en artista hegemónico en Bernardo Oyarzún II. Pero todo esto ocurre en una misma sala, porque el espectador debe regresar al punto de partida después de haber hecho el recorrido por las obras que ilustran el segundo cuadrilátero, que reproduce el  rito de paso por partida doble; por un lado, de la Naturaleza a la Cultura, y por otro lado, el paso de los Sin Nombre a los Nombrados como indicios reparatorios de una historia del acceso a la visibilidad  de sus rostros.

Vuelvo a repetir: la colección del museo no da para sostener la radicalidad (supuesta) de la incrustación de los dos cuadriláteros de distribución, con el agravante que las denominaciones resultan mas pesadas que aquello que pretenden designar. Es el caso cuando Paula Honorato emplea, por ejemplo,  el retruécano de “rostros de la historia”  obtenido de la usura  que hace de la noción dittborniana de “historias del rostro”. Lo que se espera es una prueba de dicha consistencia enunciativa, sin embargo no es lo que ocurre.

Ahora, lo que no demuestra y que sin embargo es clave en su diseño tiene que ver con el destino del “espacio público” como reservorio donde se inscribe documentariamente la epopeya gráfica de Bernardo Oyarzún, que bien merece que sea respetada  la autonomía de su trabajo y no ser sometido a cumplir un papel ancilar en el desarrollo de una hipótesis de dudosa eficacia.




[1]  Una nota debe ser comentada a través de otra nota. En la página 29, nota 100, Paula Honorato hace el relato de su descubrimiento de Lipschutz, que realiza sus estudios antropológicos desde una perspectiva biológica, social e histórica, sin hacer precisiones acerca de sus bases epistemológicas.  Lo más significativo es su preocupación por el “problema racial” en la conquista de América y el mestizaje,  a lo que dedica un libro publicado en 1963 por una editorial “manejada” por los comunistas (Austral), que publica a un héroe de la “ciencia comunista”, sobre cuyos fundamentos no he logrado leer ningún texto crítico, sobre todo, pensando en cómo puede ser leído Lipschutz después de “Raza e historia” de Lévi-Strauss.  Recuerdo, con emoción, haber encontrado este ejemplar en la biblioteca de David A. Siqueiros, dedicado por el profesor cuando el pintor estaba preso en Lecumberri. Paula Honorato lee el deseo de blanqueamiento de Pedro Lira de manera retroversiva,  aplicando las categoría de Lipschutz, pero hacia atrás, como si fuera un gran descubrimiento darse cuenta que la pintura chilena es –desde su origen-  un dispositivo de blanqueo de la historia.  La pigmentocracia ya estaba en la pintura, si pensamos en el cuadro de Francisco Javier Mandiola donde aparece la primera mujer  con rasgos mestizos en la pintura chilena –“Interior de casa de una santera”- y que se encuentra en la colección de la Pinacoteca de la Universidad de Concepción.

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