viernes, 28 de diciembre de 2018

UN NUEVO LIBRO DE FRANCISCA ANINAT


Hace un par de meses Francisca Aninat presentó en el CEdA un conjunto de libros/pintura que luego expondría en Turín.  Semanas después, en Ch.ACO, el editor paulista Luiz Vieira presentó entre todo lo que exhibió como línea editorial, un libro/textura en el que Francisca Aninat había estado trabajando durante el 2017. Luego, hace un par de días, me ha entrevistado para la realización de una nueva producción editorial. Todo esto indica una cosa: la importancia que ha adquirido el soporte/formato libro en la producción de una artista visual.

¡Por favor! No estamos en el canon del “libro de artista”. En algún momento, el libro apareció como la diversificación de un mercado practicable por astutos grabadores. Pero en nuestro país no tuvo mucho éxito. Al fin y al cabo, fiel al género nuevo del “grabado expandido”, el libro-de-artista apareció como un nuevo modelo de negocio, similar al foto-libro, que en términos formales, es comparable al “libro-de-autor”. Ahora, hablar de “libro-de-autor” solo es una distinción económica, fuera del formato dominante de la industria editorial.  La autoralidad se resolvería en el terreno de una cierta infracción de las leyes dominantes del mercado editorial, que rigen la distinción entre monografías sobre fotógrafos determinados, libros de fotógrafos sin criterio editorial (que los hay en demasía) o reportajes-ensayo realizados por fotógrafos  Es decir, solo se verificaría en un rango de perturbación regulada destinada a acrecentar el valor por la vía de una producción de excepción. 

Sin embargo, los libros de Francisca Aninat no cumplen con los ritos;  ni de los  libros-de-artista, ni de los libros-de-autor. Sin embargo, el libro-de-autor es el que más se acerca al foto-libro, si queremos rescatar a éste último de una compleja dependencia de la gran industria editorial como objeto exótico. Al respecto, el editor español Horacio Fernández acaba de publicar una nueva versión del foto-libro chileno. No hay que esperar mucho de sus definiciones conceptuales, si bien es absolutamente necesario celebrar la exhaustividad del trabajo. Más allá de algunas confusiones inter-formatos, el libro contiene unos hallazgos sorprendentes. 

Ahora bien: en el caso de Francisca Aninat estamos en el espacio del libro como soporte de trabajo visual, transformado en formato de acogida para inversiones formales que reproducen efectos gráficos y picto-gráficos significativos, que combinan diversas tecnologías de exhibición. En el caso de Turín, el dispositivo de exhibición consistía en  un pupitre con la superficie inclinada, de esos que se usaban en las antiguas oficinas de contabilidad.  Este dato es importante. El libro-pintura se re/vierte en una pintura de pequeño formato que ha sido obligada a comparecer acomodándose a la definición del libro; es decir, a un empaste (sujeción) y a una secuencia de paso de las hojas.  Es preciso untar la punta de los dedos con saliva. Las telas no están enmarcadas, sino que han sido sujetadas por un dispositivo de empaste, (manu)facturando un libro-de-trapo.  Lo que debe ser conectado, aquí, es un dispositivo de sujeción expandida con un dispositivo de concreción intensiva; es decir, lo que debe ser pensado es la densidad que se ha instalado en el paso desde el espacio-del-cuadro al espacio-del-libro. En esto consiste la operación de desplazar un objeto colgado en una superficie mural, para convertirlo en un manuscrito iluminado y ofrecerlo al tacto, extendido sobre una mesa. En suma, someter al monje al riesgo de ser envenenado. El nombre de la rosa, dixit.





Hay que resolver, sin embargo, en la pintura/libro de Francisca Aninat, lo que corresponde al espacio del manuscrito propiamente, y lo que va de la decoración de la letra. No por decorativo, menos significativa. En las pinturas/libro la letra está ausente, no por una falta, sino por la decisión formal de anticipación del terreno del impreso, mediante un matado de tela destinado a señalar el origen de su materialidad. Lo que hay, en esas telas cortadas, plegadas y cosidas, profusamente, son signos pre/alfabéticos; que puedo denominar momentos de constructividad mínima, que deben ser recogidos en un formato que permita el acceso a su revés. De este modo, el libro habilita para acceder a lo que hay “detrás”, sin dejar de ser un “delante”.  

El detrás de la izquierda se lee junto al delante de la derecha. Este es el comienzo del libro. De todos modos, Francisca Aninat ha tenido que solicitar la colaboración de la pintura para recordar que la impresión de la letra solo regulariza –tipográficamente- algo que la antecede como una mancha. ¿Cuál es el afán por exhibir a des/regulación ya codificada de los pliegos? Hay maneras para designarlos. Los podemos encontrar en las láminas de la Enciclopedia. Aquí, el saber de Francisca Aninat nos obliga a una erudición suplementaria. Ya no hay pliegos, ni pliegues, sino sábanas dobladas y remendadas, recogidas y guardadas en grandes depósitos; en roperos normandos.

En Concepción, en el Parque Ecuador, se levantó un monumento a los ciudadanos franceses de la ciudad que partieron a combatir en la guerra de 1914-1918. No todos regresaron. Sus nombres están fundidos en unas páginas de bronce incrustadas en la base de la estructura, en cuyo extremo hay un casco francés sobre una guerrera doblada con cuidado, como las sábanas de estas pinturas/libros, sin empastar.

lunes, 26 de noviembre de 2018

INVESTIGACIÓN




La Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA, sección chilena) me ha otorgado una distinción por el trabajo realizado en Investigación. Pero se trata de un tipo de investigación que sigue los principios de la frase “con su trabajo no más cumple”. Es decir, que lo que se llama investigación, en el fondo, es trabajo de escritura. Parece evidente. Pero no lo es. De ahí que remito mi trabajo a los dos ejes que lo habilitan: filiación y transferencia. No he hecho más que eso.

El trabajo sobre las acciones de arte de Leppe se tituló ¿Cómo se hacen las cosas? Era muy sencillo. Había que definir qué era un relato de obra y cuáles eran sus componentes, en una temporalidad muy bien definida, y en el marco de un léxico determinado. Lo que había de Leppe era siempre registros de momentos de sus acciones, pero sin una descripción sobre sus condiciones de realización.  Tampoco quedaba clara la secuencia de lo que hoy en día denominamos “guión de la acción”. Leppe recusaba la idea de llamarlo así.   

Hubo que delimitar una noción de obra y establecer sus distinciones. ¿Dónde comenzaba ¿Dónde terminaba? ¿Cuál era su duración? En ese sentido nos fue de extrema utilidad cnocer el video de su acción en Berlín, en la muestra Cirugía Plástica. Lo que más me sorprendió es que nadie hablara de esa exposición. Como si los mismos artistas que asistieron hubieran formado como una especie de pacto de silencio. Había un video. Todo sabían. Nadie me dijo. Lo supe hace dos años. Todo este tiempo había estado ahí, disponible. Obviamente, uno de los “temas” ha sido el de la omisión. Ni Leppe hablaba.

Pero luego, al redactar las descripciones, promoví la renuncia a las presiones de las metáforas. Preferí responder a una pregunta más simple: ¿Qué fue lo que hizo? Y opté por usar el término “acciones corporales”, que era el que usaba el propio Leppe para designar su trabajo.

Las metáforas tienen su historia aparte y dependen de una historia de la lectura. Hay que hacer la historia del uso de la palabra escena.

Luego, en las últimas semanas he abordado ciertas situaciones relativas a la historia de las colecciones del MNBA.  Ha sido tan solo una necesidad táctica, que amplifica lo que ya escribí en mayo sobre la viabilidad de la política de artes visuales. Pero hace dos años, ya había escrito otras cien páginas sobre el modo cómo se estaba formulando la política nacional para el sector. De ahí que, al momento de saber que me otorgaban este reconocimiento a mi trabajo de investigación, pensé en la extensión e intensión de ambos textos, como soportes de un tipo de análisis institucional, que corre siempre paralelo al análisis de obra específica; como puede ser el ensayo sobre Eduardo Viches, elaborado en el curso de una “investigación curatorial” destinada a fijar los términos de la exposición que está teniendo lugar en el Centro Cultural El Tranque (Lo Barnechea).

En el fondo, la conducción de escritura para la edición de los cinco boletines del Centro de Estudios de Arte define el tipo de investigación que he venido realizando. Incluso, centrado en las obras, he propuesto una política de desarrollo institucional, definiendo las relaciones entre diagrama y gestión. De ahí, por ejemplo, salió el tema de dos intervenciones: una en Bogotá (Colombia) y la otra en Córdoba (Argentina), sobre la conversión de un diagrama de obra de arte en programa de acción. Pero eso ya venía de una maestría a la que fui a dictar un curso mientras era director del Parque Cultural de Valparaíso. Ese es el tipo de investigación al que se refiere la distinción de la AICA.

En lo relativo al trabajo de análisis institucional, las nociones de filiación y residencia estuvieron a la orden del día, para definir un tipo de desarrollo sobre la condición de la musealidad, en la actual coyuntura. En cuanto al análisis de obra, un trabajo en curso[1] acerca de la obra de Eduardo Vilches confirma lo que ya había hecho en 1997, cuando hice la retrospectiva sobre su obra en el MNBA. Es decir, fija los términos iniciales de lo que ya he trabajado acerca de los desplazamientos del grabado. 

Relacionado con este tópico, escribí a comienzos de este año un ensayo sobre la obra de Carlos Gallardo. Y hemos mantenido contacto en función de un libro que el propio Gallardo está tratando de producir y que debiera ser una preocupación para los próximos dos años.  Pero coincidió con las primeras cien páginas de un Manuel de Lectura de la obra de Eugenio Dittborn, realizado a partir de la edición y re-escritura parcial de las columnas que sobre su trabajo había escrito en la segunda mitad del 2017.  

Es decir, investigación terminada; investigación interminable.

Gracias.




[1] http://ceda.cl/

martes, 20 de noviembre de 2018

MITIGAR



Nunca escuché pronunciar tanto la palabra mitigar que en Valparaíso. Su uso es sorprendente porque remite a que ya hubo una catástrofe y que ya no se puede hacer más que … hacer menos intenso… el daño. 

Mitigar es una palabra fatal, que autoriza la siguiente hipótesis: “musealidad, en la medida de lo posible”. Eso va contra la afirmación de vanidad. Un Estado-Nación valida la ficción orgánica del museo solo cuando es capaz de convertirlo en aglutinante de la vanidad de la clase dirigente.
La paradoja es que lo hace en el momento del quiebre de su imaginario, después de la guerra de 1891. La oligarquía de 1900 le otorga a la edificalidad del museo el rol de conjura monumental para mitigar la angustia que corroe a don Alejo, en El lugar sin límites de José Donoso. El museo aparece, justamente, en la coyuntura del Centenario, para sintomatizar su falla. Es decir, la falla de un Estado. La historia de las colecciones como expresión diagramática de dicha falla.

La dictadura de Ibáñez responde desde una política anti-oligárquica. El ministro Ramírez quiso poner a las artes al servicio de la industria y montó un proyecto de artes aplicadas industrialista.  En cambio, la dictadura de Pinochet satisfizo la necesidad de re-oligarquizar a la sociedad chilena, re/nobiliarizando el deseo de disponer de los emblemas de la pintura clásica chilena. Sin embargo, esta dinámica no tuvo como escenario el museo. De este modo, a poco andar, éste comenzó a comportarse en la continuidad de un modelo de plebeyización anterior a 1973.  Lo cual ha tenido (sus) efectos en los mercados y en la escritura de historia. 

El efecto en los mercados del arte ha sido deficiente, porque la legitimidad del museo no es apta para garantizar grandes inversiones de carrera. El efecto en la escritura de arte, en cambio, se ha dejado sentir en proporción directa a la ausencia de trabajo en las universidades que otorgan diplomas en historia. En ese sentido, el museo posee una ventaja. Sea cual sea su diligencia y/o indigencia, una exposición, por si misma, es un discurso en acto que supera todas las tentativas del discurso académico. Es este último el que necesita al museo como escenario para el enunciado ritual de ponencias que después publicará en soportes que no pueden competir con un catálogo, que es el soporte que recoge la escritura-en-riesgo y que hace avanzar las cosas. Por malo que sea un catálogo, siempre representará una iniciativa propositiva.  Por mala que sea una exposición en el MNBA, siempre será útil. De ahí que no se valore suficientemente al museo como plataforma trans-editorial[1]. En definitiva, no hay malas exposiciones. Sino solo exposiciones menor o mayormente indicativas.

La situación actual, en relación a la rentabilidad cultual, se caracterizaría como la de una re/plebeyización (anti/oligarca), en el supuesto que las prácticas de arte se constituyan efectivamente como conciencia crítica de la cultura.  Ya no lo son. Y es por eso que solicitan directamente al museo cumplir con un rol que no les reditúa.   Más bien, la duda sobre el valor inscriptivo del museo se instala cuando se reconoce la existencia de una grave deflación formal del arte chileno, obstruido por la mutación política de la decoración pública. Justamente, porque el museo apela a lo mejor que tiene: su pasado. Las operaciones de arte contemporáneo lo desmontan como dispositivo de aceleración formal, porque lo niegan, haciendo ostentación de lo que no es; es decir, un centro de arte contemporáneo.

El museo, sin embargo, es un lugar de trabajo especulativo contemporáneo, que toma por objeto de trabajo su propia in/suficiencia productiva. Lo cual conduce a pensar que el museo se sostiene por un suplemento de expectativa en virtud del efecto de estilo de su arquitectura.

Dicho sea de paso, en relación a la arquitectura, lo pondré de la siguiente manera: la conmemoración oligarca se delata bajo condiciones de estilo francés. A lo largo del siglo veinte, la conmemoración experimenta severos cambios. Los presidentes de la república, por ejemplo, ya no necesitan hacerse (de) un monumento; sus obras públicas lo serán. Ahí tenemos la Villa Frei, San Borja y la UNCTAD, como re-localización de los afectos políticos del estilo institucional.

El brutalismo edificatorio de los sesenta-setenta será el marco adecuado para la reconfiguración plebeya de las prácticas de arte de corte (más) conceptual[2]. Pero la variante SERVIU sería la clave en la determinación de valor del racionalismo de pobre. En esa lucha, el museo no cumplió el rol que se esperaba. No tenía cómo. Sin embargo, el desarrollo del patrimonialismo desde 1990 en adelante, lo re/ubicó en un punto extraño, por no decir anómalo, en el horizonte de espera; como ya lo he sostenido, prolongando el modelo culturalista de la Promoción Popular, pero usando un léxico de consejo-de-la-cultura.


[1] Las tentativas de convenio que en el último tiempo se han evidenciado entre universidad y museo, por ejemplo, ni siquiera han sido provechosas para la primera.  Porque en este caso, un museo siempre tendrá mayor capacidad de tensionamiento del discurso historiográfico.  Eso es lo que se llama efecto ideológico del aparato.

[2] Resulta jocoso admitir que la arquitectura post-moderna chilena está en el origen de la apertura de un nuevo mercado de pintura neo-expresionista en la coyuntura de los ochenta. Pero solo durará hasta el crash de 1982.