lunes, 29 de mayo de 2017

PINTURA BALSÁMICA



(Notas para la presentación del libro  Visiones de Julio Escámez, el miércoles 31 de mayo, en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción).

Hay relatos locales que solo se pueden abordar desde la biografía. Luego es posible comparar los relatos y someterlos a severo escrutinio para rebajar el alcance de las representaciones. De modo que frente a la situación de  otorgar a esta sala el nombre de Julio Escámez, no puedo dejar de pensar en una escena totalmente cotidiana. En esta vereda, aquí al lado, en la calle, una mañana asoleada de 1963, se encuentran a boca de jarro, Tole Peralta y Magdalena Labarca, la mujer de Cuco Barrenechea, que era, por cierto, cuñado de Maco Gutiérrez, uno de los arquitectos de la Casa del Arte, que a su vez, era amigo de Osvaldo Cáceres y de Alejandro Rodríguez.

En ese encuentro había demasiada historia local condensada en un instante. Yo iba de la mano de mi tía política, Magdalena.  Vi como saludaba a este señor y que se ponían a conversar animadamente, sobre un asunto que al cabo de un momento supe que sería el motivo de una honorable visita. Acto seguido, Tole Peralta le señala el camino  hacia el acervo de la Pinacoteca. Bajamos a unos depósitos donde había centenares de paneles de malla metálica en correderas. Pero no había ninguna pintura. La obra estaba lista para acoger las colecciones de la Pinacoteca. Pero no pude dejar de admirar la burocracia técnica del arte: no importaba que no hubiese pinturas; lo que allí  había era una infraestructura.

De hecho, la Pinacoteca de la Universidad ya existía. Es decir, había colecciones. Solo porque había colecciones se pudo concebir la necesidad de un lugar para acogerlas, luego del incendio de la Escuela Dental. También estuve ahí: de regreso del colegio, al día siguiente del siniestro, ví con mis compañeros de colegio cómo sacaban mobiliario todavía humeante. Era una tragedia para todos nosotros, porque todo lo que le ocurriera a la universidad nos ocurría a todos nosotros. Porque era, para unos escolares como nosotros, un referente mítico. 

La universidad ha estado vinculada al desarrollo de la pintura y del grabado, desde  mediados de la segunda guerra, cuando auspició, más que eso, legitimó, junto al diario El Sur, la exposición Pintura Contemporánea del Hemisferio Occidental. El rector Molina escribió en el diario sobre la importancia institucional de esta muestra  para la ciudad. Fue después de esta exposición que Adolfo Berchenko y algunas personas imaginaron una Sociedad de Bellas Artes, que tendría una escuela formalmente informal. Pero fue la universidad la que proporcionó cobertura institucional a la escuela, en 1945 o 46. A esa escuela llegó Julio Escámez. Por esta escuela pasó Pedro Millar. A esa escuela arribó Santos Chávez. En esa escuela, en una de sus salas,  se instaló Violeta Parra, cuando le fue encomendada la misión universitaria de fundar un museo del folklore. Pero todo eso tenía lugar en la coyuntura de 1957.

Por eso, si me preguntan, ¿cuál es el año más importante del siglo XX en Concepción? Yo debo declarar aquí, que sin duda alguna es el año de 1957.  Estoy dispuesto a sostenerlo. ¡Viva el año de 1957! Es el año de la realización del mural de Julio Escámez en la Farmacia Maluje.  Y para que ello haya tenido lugar era necesario que se articularan varias cosas, que dan cuenta de la densidad cultural de la ciudad. Primero, una arquitectura nueva. Segundo, un discurso sobre el deseo de inscribir en el horizonte de lo posible, un saber local determinado, encarnado en su universidad. Tercero, la representación de una práctica  mítica, ritual, patrimonial, restitutiva, que es la farmacia mapuche, que dará comienzo a un relato que culmina con una escena de vacunación moderna, propiamente penicilinezca, porque reproduce la idea del acceso al conocimiento de lo público, a partir del cuidado de los cuerpos.

Doña María Maluje fabricaba cremas y pomadas para combatir las infecciones a la piel que sufrían los campesinos de Florida, en el mismo momento que Violeta Parra recuperaba la presencia de unos cantos sometidos al rigor de la décima espinela y que dibujaban la narratividad  de unos modos de existencia, entre Confluencia y Yumbel, pasando por Quinchamali.

Todo eso, Julio Escámez lo pintó en ese mural, que se convirtió en su calvario, porque todos, quienes más y quienes menos, no lo quisimos ver sino a través de esta obra, dejándolo solo, como si nos hubiésemos convencidos que había realizado su propia “capilla sixtina” local.  Pero la ciudad lo incorporó en la construcción de su propio imaginario social. Y eso es algo que lo sobrepasó, en vida. No pudo sino levantar un monumento a la maternación.

Me explico:  el trabajo con las pomadas, de algún modo, era una actividad de embalsamamiento de modelo reducido.  Estas pinturas, digamos, entonces, son como parches curita,  como  vendas pequeñas  para aplicar sobre las heridas. Esa era la concepción pictórica del propio Julio Escámez: concebir la pintura como una operación balsámica. Por eso, digámoslo así,  realiza una pintura farmacéutica. No porque haya sido realizada en los muros de una farmacia, sino porque era –lo repito- una pintura balsámica. 

En los  años duros de este país, hubo un hombre que, perseguido por agentes de seguridad de la dictadura, se lanzó contra una micro amarilla para ser atropellado y así ser llevado a la Posta.  Era Carlos Contreras Maluje. Los agentes lo tomaron y lo secuestraron, herido. Lo último que se escuchó de él fue su grito: “Llamen a la Farmacia Maluje, de Concepción”, que era como decir, en ese momento, “llamen a mi madre”, que era esa señora que  fabricaba pomadas para curar las infecciones a la piel, que padecían no pocos campesinos de la zona de Florida.


La pintura de Julio Escámez nos proporciona el bálsamo para aplicar sobre las heridas del imaginario local.  

sábado, 27 de mayo de 2017

M É T O D O

Al verificar el método de trabajo de Colectivo MICH, no he podido dejar de pensar en dos antecedentes que me parecen claves para comprender la mecánica de las obras que se sitúan entre la forma administrativa del arte y la reforma de la dirección de  suministros para comunidades determinadas.

Forma y reforma, administración y suministros, son cuatro modalidades que operativizan la pulsión funcionaria,  satisfecha de cubrir un fondo, por un lado, y por otro, validan el “modo de presencia” de unos artistas que se “funden” en la vida cotidiana de una comunidad, para luego construir la distancia necesaria que legitima las acciones de borde que realizan, provocando una sobre carga simbólica en un formato que se retiene y detiene en el momento inmediatamente anterior al umbral instituyente, más allá del cual solo hay lugar para reconocer una acción social.  El arte se sitúa, siempre, “en espacio de acá”.  A condición, claro está, de encarnar la posición adecuada, entre mediador y facilitador, para cuya ejecución debe contar con la participación de un “interpretante”[1].

El interpretante era algo más que simple europeo que había logrado instalarse en las tierras del Gran Turco. Su rol iba a adquirir importancia en la medida que prestaría sus servicios a los viajeros recién obnubilados por la extrañeza de esta tierras,  en que  el sultán y sus habitantes  eran reacios  a recibir visitas  de otros súbditos: cristianos por añadiduras.  Pero una alianza entre el Gran Turco y el Rey Muy Cristiano  (Rey de Francia) permitieron el arribo de viajeros que fueron los primeros narradores del despotismo oriental. Sin embargo no es eso lo que atrojo mi atención, sino el hecho que el interpretante era algo mñas que un simple intérprete que ya sabía manejar los rudimentos de la lengua turca, sino que hablaba a los recién llegados en los términos que ellos deseaban escuchar.

Pongamos al artista en el rol del viajero y busquemos al interpretante de turno, que ya conoce los códigos de la institución y sabe cómo hay que actuar en consecuencia. Un trabajo colaborativo no puede dejar de considerar el estatuto del interpretante y debe cometerlo a una crítica polñitica severa, sin por ello dejar de contar con su concurso. Al fin y al cabo, es él quien debe mantener al artista de “este lado”, para que no abrigue la idea de tomar su lugar.  Ya que eso es lo que ocurre cuando, por ejemplo, artistas españoles, con dinero de la Cooperación de antes de la crisis, vienen a a Valparaíso para realizar unos re/make(s) de obras emblemñaticas que “habríamos olvidado” y que luego nos re/enseñarían con la ayuda de los interpretantes de oficio para la ocasión, que hacen de ello una profesión (gestor experto en La Alternativa).



¿De qué manera el Colectivo MICH se sustrae de esta fatalidad administrativa que determina las formas de presencia? Pongámoslo así: la administración es una fatalidad. YA saben a qué me refiero cuando el “espíritu del funcionariato” produce autosuficiencia para cumplir con metas internas del Servicio. Sobre todo, cuando las relaciones entre arte y comunidad tienen lugar en un afuera de este “servicio”; un afuera que se resta a los curioso criterios de “medición de  impacto”.

El valor de este proyecto reside  -entre otras cosas-, valga repetirlo,  en el hecho que en el interior del Servicio, las Residencias colaborativas configuran un programa del Departamento de Ciudadanía y no dependen del área de artes visuales. Lo primero tiene que ver con el desarrollo de las comunidades; mientras que lo segundo está subordinado al mito de la promoción de carrera.  Aún, así, asumido como  tal, satisface un “complejo (de) deseo” que ha mostrado su total ineficacia.

Regreso a lo que  ya denominé por   proximidad léxica,  instancia-comunidad.  Lo que importa reivindicar es el proceso y no el objeto logrado, destinado a ser colgado en las paredes de un centro de arte. El proceso exige otro tipo de visualidad. ¿Por qué no un soporte editorial?  Sin duda, esto afecta la naturaleza misma de la expositividad mural o espacial como noción dominante. Lo cierto es que este tipo de experiencias ha hecho estallar la noción de centro de arte.  Desde hace mucho.  Aún cuando los contingentes de la provincia aspiren a ser reconocidos  en los muros de Cerrillos o de Matucana 100[2].   Al final, todos muestran la hilacha.

Ya no es necesaria la existencia del memorial de la tardo-contemporaneidad dislocada. La  producción editorial sustituta supone el montaje de desplazamientos importantes en el terreno de la fisicalidad de las obras. En un país en que no hay centros de arte  -Cerrillos no es uno; solo lleva ese nombre-  , basta con disponer de una sala de reuniones, una buena cafetera, un notebook y una buena banda ancha.  

Pues bien: un arte de procesos es un arte “en que la producción de la experiencia vivida sólo tiene sentido cuando la obra –como proyecto estético- se somete a la necesidad de las circunstancias específicas de la comunidad”[3]. Se acabó, entonces, la necesidad de un centro de arte monumentalizado y se abrió la posibilidad de declrar como tal, toda experiencia  localizada en un lugar “fuera-del-arte”, en el sentido que no es posible  situarse  fuera del arte, sino a lo más, para  experimentar la percepción de un particular extrañamiento, en la compleja frontera que comparte con la vida cotidiana de las comunidades. Este es, propiamente, el fin del interpretante (funcionarizado por la burocracia del Servicio), y es el comienzo de una ficción de autonomía.










[1] Este es un neologismo que he retenido para distinguirlo de la figura del “intérprete”. Lo encontré en una lectura rápida de una tesis sobre los viajeros franceses en Turquía,  en el curso del siglo XVI, cuyo  título y nombre de autor no retuve.  La tesis estaba en la biblioteca de mis amigos, filósofos, André Pessel y Francine Markovitz, a quienes visité a fines de los años ochenta. Solo  tomé interés en el término,  motivado por la descripción de la figura de francés que había sido prisionero por piratas que lo habían vendido como esclavo. Este había logrado gozar de una cierta libertad y se empeñó en recibir a algunos viajeros que, excepcionalmente, atravesaban el imperio del Gran Turco. El recuerdo de este neologismo revela una particular utilidad a la hora de precisar el rol de los informantes, en un espacio no conocido por un recién llegado que desea obtener información sobre un espacio social en que la hostilidad  es la norma que define el tipo de su recepción. La construcción de hospitalidad es un proceso  complejo y contradictorio, que se revela de particular valor para precisar las relaciones actuales entre “arte y comunidades”, en la escena plástica chilena.

[2]  Al respecto, lo único que valía la pena en Matucana era la obra de Pia Michelle y de Francisco Bruna. Ya hablaré de esas obras  en otra columna.

[3] Acción Monumenta, MICH, Matilla, 2016.

jueves, 25 de mayo de 2017

T R I Á N G U L O C A P I L A R

Me tomo la libertad de subirme al carro de lo que denominaré Efecto Calfuqueo y mencionar una situación cosmética ejemplar que contribuye al reconocimiento de gestos intersticiales que infraccionan el corpus museal.




En el 2000, en Historias de transferencia y densidad, dispuse una pintura de Mulato Gil en la muestra destinada a “dar cuenta” de la densidad plástica de la extensa coyuntura 79-81. Todos lo deben recordar. No todo el mundo quiso dimensionar que la elección de esta  pintura obedecía  a  dos hechos: la reforma de la ley de filiación y la publicación de un libro con los nombres de las familias fundadoras.

Por esta razón,  diecisiete años después, la pieza de Calfuqueo termina de armar un triángulo capilar que condensa la temporalidad de tres momentos diferenciados, pero que producen un estallido simbólico de envergadura, en esta coyuntura, cuando el envío chileno a  la 57º  Bienal de Venecia “visibiliza el estado de guerra”[1] y  Aucán Huilcamán rechaza el Plan Araucanía.

En el propio dominio del museo, el triángulo está formado por la pintura del Mulato Gil (1816), la acción corporal de Leppe (2000) y la disposición objetual de Calfuqueo (2017).  No deja de ser “impresionante” que entre Gil de Castro  -peruano, mulato, primer pintor chileno- y Calfuqueo  -“chileno” tratado como artista inmigrante en su propia escena pacificada-  han transcurrido doscientos años.  El “niño de la chueca” formará parte de los activos con que se conmemora el Centenario.  En el 2000, la lectura contemporánea que hace que la pintura de Gil de Castro interrogue a la pintura chilena contemporánea configura una anticipación reversiva, respecto del corte con sus antecedentes y la solución de continuidad que ofrecen  sus agentes de exclusión privilegiada de los cuerpos.

He sostenido que esta pictura chilensis, en el siglo XX, hace manifiesta su fobia a la representación de la corporalidad, como parte de una estrategia de destierro del color de la carne y de su reemplazo por la manchicidad de interior, disponible para empastar la silueta de objetualidades clase-medianas (muy) depresivas.   Gil de Castro ataca desde los bordes  de la representación nacional con la hipótesis del pelo-duro (el  mono) que sostiene en su mano una navaja.   Calfuqueo asegura la continuidad mínima del pelo destinado a dibujar sobre una simulación de manta y de bandera,  una palabra (in)decible. Lo que en 1816 se autoriza como amenaza de corte,  en el 2017 se des/autoriza como deseo de una continuidad discursiva  e interpretativa que ya es imposible sostener. Esta es la razón de por qué la palabra escrita sobre tela (manta/bandera) está solo depositada, sin fijación alguna. Esto enfatiza el rol temporal de una caligrafía incierta que puede fácilmente ser desplazada. Basta un pequeño incidente para que el tapiz precario pueda ser recogido y rápidamente convertido en saco para ser transportado en el curso de la fuga como un continente acarreado.  Solo falta determinar el momento.

Aquí entran los caballos a cumplir su rol en la sociedad chilena marcada por la ideología de la crianza del “caballo chileno”, que vendría a ser una actividad cultural de la oligarquía,  empeñada en re/calificar la des/naturalización experimentada por el caballo hispano de la conquista.  La disposición de los vaciados en el área que acoge los pies del “niño de la chueca”   -greco-latinizado para cumplir-,   remedan el motivo de un “juego de niños” que  ya anticipa  la escenografía mínima de una guerra que en los libros de historia ocupa un lugar al pie de la página.

La resina negra en que han sido modelados los caballos de  modelo reducido se ha mezclado con las cenizas de una catástrofe que no ha sido inscrita en el memorial del Estado. Una obra como Nos aniquilaron no hace más que hacer evidente la in/inscriptividad.  



[1] Resulta sorprende que para que los mapuches ocupen el Estado de Chile deban viajar hasta Venecia y hacerlo bien lejos de la primera línea de la batalla.  De seguro esto debe ser interpretado como una reversión simbólica de marca, si atendemos al discurso del curador, para quien  oficialmente los Mapuches son quienes se representan,  no idealizados,  “sino con toda su lucha, con toda su demanda y con la dignidad de su presencia, y no solamente para recalcar el hecho de la exclusión, de la represión, sino también los momentos más positivos de una demanda justa que sigue siendo reprimida”.  En este sentido, el CNCA participa de la ideología oficial de hacer decible lo in/decible,  proporcionando imagen a los nombres sustraídos, pero solo habilitable “en clave de obra de arte”. (http://artishockrevista.com/2017/05/22/visibilizar-pueblo-estado-guerra-chile-la-57-bienal-venecia/).  


miércoles, 24 de mayo de 2017

P E L O S

El trabajo de Sebastián Calfuqueo me ha conducido a reconsiderar  varios aspectos de la obra de Carlos Leppe. Pienso, en lo inmediato, en cuatro situaciones: la tonsura de la estrella, la acumulación de pelos en el 2000 (MNBA) el hervor de pelo en Fatiga de materiales(Animal) y las trenzas de pelo arrancadas en la acción corporal de Porto Alegre. Luego, también, se me viene a la memoria el trabajo de Ximena Zomosa, que consistía en un dibujo domesticado realizado con cabellos sobre un muro. No se trata de hacer la enumeración de materialidades, sino de considerar el diagrama de estas obras. En Leppe domina el corte; en Zomosa la continuidad. Es decir, secuencia ininterrumpida de filiación, en sentido estricto.

Calfuqueo se amarra a esta última interpretación porque debe asegurar la continuidad de una caligrafía, para habilitar el estado de una palabra.  Zomosa dibujaba el plano de una casa: esa era la casa de la lengua madre. Calfuqueo, en cmbio, declara la expulsión de la palabra en el campo de la lengua. Aquí, en el museo, la palabra en mapudungun expone la condición de otredad necesaria para designar su lugar como (lo) indecible. Esa es la gran ventaja de la ideología-ICOM al momento de incluir el respeto a la diferencia en las estrategias globales de neo-colonización instituyente. 

Los museos albergan, en el aparato de(l) Estado, aquella zona tolerablemente inclusiva, que anticipa la (des)ilusión compensatoria en el terreno cultural, porque en el territorio (real) no puede restituir absolutamente nada. Y en este terreno, Calfuqueo rompe con los parámetros de aceptación de las obras de Leppe y Zomosa, admitidos como operaciones propias de ya probadas tecnologías de intimidad, porque el uso que hace de los materiales (des)aprueba las tecnologías de intimidación.  Luego, hay artistas de origen mapuche que pintan una imaginería ambigua y mística de acuerdo a los cánones de la peor pintura académica. Entonces,  queda el terreno del “objeto encontrado” en las colecciones de los museos de antropología y de historia natural.  Por eso, el trabajo de Francisco Huichaqueo en el MAVI exhibió la fragilidad de la institución que recurre a un coniocedor externo para activar de manera controlada el potencial de ritualidad conorendido en unos objetos que han sido traídos para ser colocados como emblemas de una cultura aniquilada.  Cuando los objetos mueren entran en el museo.

El problema que plantea Calfuqueo es  de otro  carácter, porque afecta directamente la representación de la Pacificación del arte a través del arte. No tuvo para qué acercarse a los residuos restituidos como “letra muerta” por la institución, si bien el discurso antropológico “hace hablar” las piezas mediante la total retracción del debate político.   Calfuqueo fabrica una pieza “de-quita-y-pon” que luego dispone “a los pies” de la representación canónica del cuerpo occidental.  Lo que hace es elaborar  un argumento objetualizado  en medio de un debate político en curso,  mediante el cual  declara la inutilidad de ingresar al museo, porque la tarea de este consiste en apropiarse de las  formas-de-decir-lo-indecible.  De ahí la calculada fragilidad de su dispositivo de enunciación, como trapo de artista ambulante, ya prevenido.  El permiso de trabajo es temporal. 


Pues bien: este es el momento para recordar la indignación que provocó en medios oficiales franceses el documental de Resnais/Marker en 1953. Justamente, porque ellos se preguntaban por qué las estatuas griegas iban al Louvre, mientras que las obras africanas y asiáticas iban a parar a museos de historia natural.  Calfuqueo re-introduce el falso “estado de naturaleza” en el espacio de enunciación propio del “estado de cultura”, con la gravedad de que el MNBA opera como un Louvre-criollo que proporciona garantía simbólica a un republicanismo cuya Pacificación explica por qué no hay lugar, sino para la representación banalizada de una actividad lúdica -el juego del palín-,  en el mismo   momento que el Estado implementa la actividad industrial que dibuja en el territorio la ruta del “caballo mecánico”, cuya trazabilidad modifica la fisionomía de las clases en el campo  -en 1890- y  termina por construir el paisaje sobre cuyo fondo se escribirá  la aniquilación.